sábado, 29 de junio de 2013

Cuento A La Una De La Madrugada - Volumen IX



Teddy Kruspe

             Las nueve horas.

            Teddy Kruspe siempre había sentido cierta curiosidad por saber qué se sentiría engañando a la gente. Mintiendo simplemente por el hecho de hacerlo. Fingir ser una persona distinta a la que se es. Tener, en cierto modo, una doble vida.
            Un arma de doble filo sería eso.
Si no tenía el control absoluto de todo lo que ocurría a su alrededor, sus planes se irían todos al traste. Un solo fallo y bastarían un par de llamadas para acabar muerto, bien legal o ilegalmente.

            Sin duda era un hombre inteligente. Además tenía labia y, en su caso, eso le vendría de perlas para meterse a la gente en el bolsillo.
            No necesitó un maestro.
Incluso podría decirse que era un villano autodidacta: tomaba las mejores y más despreciables cualidades de los que mejor conocía y conseguía hacerlas suyas.

            Lo que iba a hacer era el resultado de muchos años de estudio y de una locura permanente que le hacía ver la realidad como era y no como la gente creía que era.
            Sabía que sus ilusiones no se verían completamente satisfechas, pero estaba orgulloso de que su nombre se fuera a recordar durante muchos años después por el caos y el mal que iba a sembrar.

            Las nueve horas y seis minutos.

            Se dispuso a cruzar la calle para poder llegar a la estación de metro. Era hora punta. La gente que allí se encontraba no sabía que esa mañana habían saludado por última vez a sus seres queridos. Quizás a algunas de aquellas personas no les importara morir, pues seguramente serían muy infelices y ya habrían pensado en el suicidio. A otras en cambio, no les haría ninguna gracia. Ninguna.
            En el andén de enfrente se fijó en una mujer embaraza. Seguramente su marido se quedaría hecho polvo.

            Un niño se acercó a él sollozando y le pidió ayuda para encontrar a su abuelo, pues se había despistado un momento y se había perdido.

            Las nueve horas y once minutos. El tren se acercaba. Quedaba un minuto para la hora prevista.

            Durante los últimos meses había sido el hombre perfecto: un fiel esposo, buen padre y gran trabajador. Todo el mundo lo tenía en gran estima. Sin embargo, no siempre había sido así y ahora su pasado le había reclamado el precio de permitirle disfrutar de una vida en continua mentira.

            Las nueve horas, once minutos y cuarenta y seis segundos. El tren estaba haciendo su entrada en la estación.

            Cualquier mínimo fallo y se iría al traste toda su vida.

            Las nueve horas, once minutos y cincuenta y siete segundos.

            Todo iba a la perfección. No podía pedir más.

            Las nueve horas, once minutos y cincuenta y ocho segundos.

            Quizás su mujer y sus hijos le echaran de menos…

            No.
            Todo era una mentira.
            Ahora no podía echarse atrás.

            Las nueve horas, once minutos y cincuenta y nueve segundos.

            Cerró los ojos.

            Las nueve horas y doce minutos: el tiempo se ha detenido en la estación.

            La vida y la muerte están repartiéndose las almas de la gente y la muerte gana por goleada.

            Cinco horas después aparece en los informativos la foto del terrorista suicida que se ha llevado con él doscientas treinta y dos vidas. El país entero llora una catástrofe que se pudo haber evitado...








José Manuel Romero Cervantes





Saludos desde el calor de una noche de verano…

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